El amate
He vivido años con el miedo a flor de piel, paralizado frente al riesgo de vivir, buscando apoyarme en una ilusoria seguridad y en el proceso de ver más allá de mi cobardía, el Amate ha sido un árbol, un símbolo y un compañero de viaje.
Entre los muchos tipos de Amate que existen el que me acompaña y que evoco ahora crece en las faldas de los barrancos. Tiene raíces que difícilmente logran penetrar en el suelo rocoso y desdibujan, en la superficie de la tierra, figuras de cuerpos enlazados. Su tronco se lanza con curiosidad en el vacío y sus ramas acarician el precipicio formando nudos, huellas del anhelo de enfrentar la dificultad de vivir.
Si bien crece torcido, adaptándose lo mejor posible a las circunstancias, cada rama nueva suya brota con frescura hacia la vertical. Su búsqueda incesante es hacia la luz. La luz es su llamado, es su guía.
“Si bien crece torcido, adaptándose lo mejor posible a las circunstancias, cada rama nueva suya brota con frescura hacia la vertical.”
Sosteniéndose de pie, resiste la tentación de tirarse al vacío. El miedo no le gana. No le gana el vértigo. Y, a la hora de la última hora, ofrece su corteza para la elaboración del papel que lleva su nombre. Innombrables textos de la tradición prehispánica siguen vivos gracias a su última ofrenda, una ofrenda sagrada. ¡Apenas muerto ya ha renacido!
Jugando con las palabras, el Amate me significa el grito doloroso de mi alma, un “¡A maté!”, expresión de las tantas veces que he atropellado la vida y también un “¡Ámate!”, recordatorio de mi sed de despertar al amor.
Encontrarme silenciosamente en su presencia me da la valentía de vivir y atravesar mis propios miedos. Con valor, con los ojos abiertos, reconozco entonces el espacio misterioso entre la vida y la muerte. Con confianza me dispongo a vivir y a morir de pie, con dignidad.
En esos momentos fugaces, el Amate habita y crece en mi.
Una propuesta terapéutica
inspirada en la metáfora del nacimiento